Texto: Kepa Arbizu.
Resulta paradójico que el alumbramiento de un nuevo disco signifique al mismo tiempo el acta de defunción de un proyecto musical. Esa es la situación propiciada por Raúl Bernal, decidido a dar por finiquitado para los restos a Jean Paul, afrancesado pseudónimo tras el que se ha ocultado durante más de una década. Bajo el explícito título de «El adiós considerado como una de las bellas artes.», en clara alusión a la obra mítica de Thomas de Quincey, el murciano ha realizado un emocionante y sobrecogedor epitafio a una carrera que si por algo ha destacado, y su último episodio refuta y amplía esa evidencia, es por conjugar un riquísimo tratamiento lírico con un profundo y emocionante sonido folk moteado de diversas influencias.
A esta preconcebida acta de defunción no han sido invitadas únicamente la media docena de composiciones que forman el álbum, junto a ellas, ejercen también de maestros de ceremonia los otros tantos capítulos que integran un homónimo libro que ni mucho menos ejerce de mero complemento acumulativo, siendo en realidad el verdadero eje vertebrador y donde reside el contenido de mayor calado, recayendo en las canciones el -no menos trascendental- papel de sinopsis en formato sonoro. Definido por un descomunal talento literario en el que borbotean constantes referencias -no solo- culturales, pese a su forma mayoritariamente narrativa, su latido nace insuflado por el aliento metafísico de Claudio Rodríguez, Jose Ángel Valente o los simbolistas franceses. Arrogándose la forma de un diario personal que aglutina las meditaciones de cada una de la media docena de jornadas durante las que el protagonista alarga, casi a modo de “Las mil y una noches”, la despedida definitiva, el contenido se transforma en una fascinante exposición que teje un indestructible vínculo entre narrador y lector, haciendo de éste su cómplice necesario.
Inevitablemente hablar sobre la muerte (real o simbólica) supone llevar a cabo un acto de recapitulación respecto a la esencia de la vida, objetivo al que se lanza también este trabajo por medio de su introspectivo y confesional itinerario. Presentado bajo un verbo de otoñal sentimiento y ensoñador ambiente, su desconsolado trayecto va dejando atrás etapas en las que entrega decálogos -de epicúreo espíritu- para la superviviencia; ofrece sugerencias, ajenas por completo a la retórica de «autoayuda»; prioriza las acciones y obras sobre el sujeto o se sumerge en una dialéctica donde el caos se asume como tablero de juego. Todo un imbricado y complejo escenario bañado de rayos de luz y repentinos crepúsculos donde se pretende saldar las posibles cuentas de una deuda de ya intrascendente relevancia.
Todo ese poso reflexivo espolvoreado en las páginas va a a encontrar una banda sonora a su altura, tanto en contenido como en continente, a través de una manifestación desnuda y descarnada de inabarcable hondura. Cimentada sobre el uso exclusivo de guitarras y teclados, ambos elementos -encomendados a Bernal y a su compañero en Dolorosa, Chesco Ruíz, quienes comparten también tarea de producción- son los justos y necesarios tanto para recrear una base orgánica como para acceder a los recursos óptimos de cara a completar y decorar el conjunto. Una grabación llevada a cabo en un contexto familiar, en el más estricto sentido de la palabra, que todavía incide más en esa sosegada solemnidad que solo proporciona la sensación de cobijo.
Tomando como referencia intérpretes que han hecho de sus cuerdas vocales conductos por los que expresar la mejor poesía cantada, como pueden ser Leonard Cohen o Rafael Berrio, Raúl Bernal se ha decidido definitivamente a conquistar dicha condición. Acostumbrados como estábamos a que gracias a su pericia instrumental lograra convertirse en protagonista desde su papel de lujoso acompañante (Lapido, 091, Loquillo…), en esta ocasión ejerce en primera persona de excelente y conmovedor canal de transmisión. Apoyado en una voz crepuscular pero con la nitidez que otorga la verdad revelada, su recitar melódico conduce “Vestigios ajenos” hasta un estribillo de una deliciosa melancolía en la que interviene decisivamente el contrapunto vocal aportado por Mati Balboa, integrante de la banda Estevez. Será con la llegada de los «Abriles» al calendario cuando esos fraseos se revistan de un acompañamiento de intrigante sobriedad, derivando en un tono épico que, al mismo tiempo, vuelve a guiñar el ojo al recientemente desaparecido genio donostiarra o a su compatriota Diego Vasallo.
Si ha existido un experto en argumentar y sublimar “la nada”, como entelequia, ese ha sido Samuel Beckett, nombre que es imposible desligar de una canción que lleva por título tal concepto y en la que además hacen acto de aparición los asépticos pero carismáticos protagonista de “Esperando a Godot”, a los que aquí les acompaña una adecuada susurrante placidez para su inocua y siempre eterna espera del vació. Entre la música barroca y un vodevilesco soniquete tiene su ascendencia el piano que lleva en volandas, paradójicamente, al sobrio y taimado timbre de voz espectral que hace de portavoz en “Si fuera yo”, antesala del bellísimo paso de vals que marca “Mala Literatura” y de la más incisiva, como los primeros tiempos de Nacho Vegas, “Huracán y mariposa”.
Raúl Bernal ha decidido ajusticiar a su afrancesado álter ego, haciendo de este asesinato una de las bellas artes. Ejecución,o mejor dicho inmolación, a la que que nada podemos alegar dado el tamaño resultado, musical y literario, obtenido de tal acción. Sin embargo, nunca en el ámbito creativo el autor es el dueño del futuro que le espera a su descendencia; puede echar el telón u ocultarse de la luz de sol, pero será el receptor quien determine la vigencia de dicha obra y qué pedazo de eternidad se merece. Sin duda, con esta trágica pero maravillosa ceremonia fúnebre con la que nos ha deleitado el músico murciano, lo que ha conseguido es otorgar a Jean Paul una plena inmunidad frente al olvido que ni su propia muerte podrá arrebatarle.